Vacaciones en la paz del campo

Hay parajes que se ligan afectivamente a las personas.

Antes de que los técnicos de marketing existieran y los prescriptores pagados por los resort de cinco estrellas y ensueño nos hicieran palidecer de envidia, hubo viajeros que, sin saber por qué, se enamoraban de valles, ríos, montañas, playas o ciudades. Hoy viajamos por el túnel del tiempo que me lleva a la juventud para volver atrás algún tiempo a Laukiz, Lauquíniz entonces.

Sigue en un lugar ajeno al tráfico habitual, custodiado por la gente elegante del monte Unbe y los aldeanos adictos a su belleza. Continúa su atractivo para los visitantes que tal vez, como este cronista en su juventud, llegaran allí por primera vez a lomos de una bici una tarde veraniega para comer huevos fritos y pimientos verdes.

De cómo Laukiz se convirtió en el merendero de la costa veraneante es cuestión de difícil respuesta. De aquel capricho, de la escapada a la Bizkaia profunda en tiempos en los cuales oír euskara era casi imposible, quedó ese gusto por los productos de caserío hoy -¡pena!- casi desaparecidos. Los modestos merenderos han ascendido a restaurantes y el camarero mira sospechosamente a quien sólo pide huevos, chorizo y pimientos.

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