El Rocío y sus orgías
En estos días rocieros escucho repetir la palabra camino, el camino. Caminos hay muchos. Pienso en el 'Camino' de Escrivá de Balaguer o 'En el camino' de Jack Kerouac.
También hay muchos caminantes, empezando por el machadiano caminante que hace camino al andar. Pero hay más. El 'saunterer' medieval de los ingleses se refería al caminante limosnero que hacía su largo camino en busca de Tierra Santa. También los italianos usan la risueña expresión 'andare a Zonzo' para señalar a quien ejerce de mero deambulante, de caminante cuyo destino no es otro que el camino mismo.
El pensador Adorno se definió muy divertidamente como un caminante para el hogar: «Soy un paseante de pasillo» (lo dijo cuando supo que el padre de Kierkegaard instruía a su hijo recorriendo sin cesar el pasillo de casa). Con sus versos, el bardo Hölderlin se convirtió en tutor y guía del caminante libre de ataduras: «Camina indefenso/ ¡adelante por la vida y no te preocupes!».
Así que el camino. Así que el caminante. Pero ¿y el Rocío? ¿De qué clase de camino se trata? Creo que me he metido en un lío con esto de Balaguer, Kerouac, Adorno y Hölderlin. «Que tengamos un camino de fe y devoción», escucho decir al término de la misa de romeros en la mañana de ayer en la iglesia del Salvador. La hermandad del Rocío de Sevilla va a emprender uno de los caminos más indefinibles que puedan conocerse: un camino de fe y devoción.En efecto, la liturgia acaba en voz del ministro oficiante con un solemne «podéis hacer el camino».
A mi vera, una hermana devota ataviada con sus galas camperas se persigna con emoción. En la muñeca luce una pulsera con las franjas de la bandera española. Muchos romeros y romeras llevan también la bandera de España trenzada sobre el cordón de la medalla rociera. No dudo del fervorín patrio de los rocieros. Pero da un no sé qué de lástima y otro no sé qué de choteo el ver que en estos lares la bandera se usa como souvenir para complemento del pijo cinco estrellas.
El Divino Salvador rebosa de colores alegres. El ambiente es de festiva expectativa. El Simpecado lo bajan del altar que ha presidido la misa de romeros. De fondo suena la salve del coro que entona el «Sálvame, Rocío, sálvame». Pese al colorido, el aire de Miserere del Salvador le da al ambiente un punto exquisito de frialdad austera. Pero todo lo estropea el corralero arranque de vivas a la Virgen del Rocío, a la Blanca Paloma, al Pastorcito Divino, a la Hermandad del Rocío de Sevilla En mi humilde y franciscana opinión, estos vivas no pegan demasiado bajo la bóveda de luz sedente del templo. Pero una fervorosa peregrina opina lo contrario y por eso entona sus vivas con especial alborozo junto a mis oídos. Va a ser verdad que la fe en el Rocío hace milagros. De pronto me siento aliviado del molesto tapón de cerumen que he padecido estos días.
Ya en la calle, el Simpecado lo colocan en su carreta de plata repujada. Una banda del ejército ataca el himno nacional. El coro anima el momento sublime con sus palmas a compás. El tamboril también se escucha con su tam-tam rociero. Extrañamente, no estallan cohetes como es habitual. Los camastrones están de suerte.
Empieza pues el camino. Los caballistas, subidos a sus jacas, cabalgan con porte galante luciendo presencia. Desde la acera, saludan a un jinete, el cual responde sonriente con un sevillanísimo «Ma'legro'verte». También veo a alguna que otra amazona, que cabalga también con elegante compostura cual Lady del Quema.
A mi espalda, tengo a una unidad móvil de Canal Sur Radio: «Canal Sur hace el camino», reza su eslogan por las ondas. Por mi parte, yo constituyo mi única unidad inmóvil. Sigo de pie, sin saber qué camino hay que hacer, con cara quizá de súbdito extranjero en su propia ciudad. De hecho, una buena mujer que está a mi lado me pregunta si soy extranjero.
Como me ha visto apuntar cosas en el cuaderno ha deducido que soy foráneo. A la buena mujer se le ve que quiere agradar presumiendo de las esencias que ofrece Sevilla. Le contesto que no, que soy de aquí para infortunio de la ciudad. Pero no le digo que, aun bautizado en la basílica de la Macarena, entender no entiendo nada de lo que veo.
Cómo suenan las herraduras de los caballos. Muchos equinos resbalan sobre el adoquinado lleno ya de montículos de cacas. Una muchacha, acompañada de su serena madre, se quita espantada de la primera fila. «Mamá, que me dan pánico», le repite a la madre. Y la madre, sin perder la calma pese a los inquietantes resbalones de los caballos: «Es que acaban de salir y estarán nerviosos». Y yo: «Aparte de los caballos, el que está nervioso soy yo con su niña hipocondriaca».
Poco a poco se va acercando el Simpecado. Los caballistas con vara de la hermandad cabalgan destocados, sin el sombrero que llevan en el antebrazo portando la vara. Junto a la carreta del Simpecado, engalanada con bellas flores, discurre el gentío con los peregrinos a pie. Suenan las panderetas, las guitarras de los que caminan de espaldas rasgando las cuerdas sin perder de vista el son del tamborilero. Habrá fervorosos anónimos, caminantes de la fe y la devoción. Eso es seguro. Pero entre los rocieros de a pie suelo distinguir más a los incansables sevillanos de la apariencia. Es la sociedad civil que baila la vida al ritmo de Siempre Así.
La caravana rociera acaba con las 26 carretas que arrastran los bueyes. Como los caballos, los bueyes también resbalan sobre los adoquines. Qué tristeza dan los ojos de los bueyes. En sus ojos mansurrones creo descifrar esta misma pregunta: «¿Y qué hago yo aquí?» En camino estoy de responder.
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