Belén Esteban siempre cuenta lo mismo y no cansa

Tengo el llavero conmemorativo de la comunión de Andreíta. Y lo guardo como oro en paño. Me da morbo. 

Tiene toda la pinta de convertirse en un objeto de culto; estoy convencido de que si espero un poquito puedo sacarme un puñado de euros subastándolo en eBay. No falla: cuando alguien me para por la calle no es para preguntarme por Elsa Pataky o Isabel Preysler, sino para saber de primera mano el último capítulo de la vida de Belén Esteban (por cierto, se ha reconciliado). Y no deja de asombrarme, la verdad, porque la Esteban lleva contando la misma historia desde el principio de los tiempos y no cansa. 

Al contrario: produce adicción. Es droga dura. Trabajo con ella en Sálvame y la observo con curiosidad de entomólogo. Intento descubrir el secreto de su éxito -o de lo que sea-, pero todavía no he dado con la fórmula. Tengo ligeras ideas: tiene una gran rapidez mental y un background de barrio que renueva día a día con la savia del bloque. 

Recuerdo que una vez que le dio un bajón de azúcar fui a verla al hospital y contemplé una escena almodovariana (no me gusta utilizar este adjetivo porque creo que está devaluado, pero sin lugar a dudas es el más adecuado). Belén recibía la visita de sus vecinos y la trataban como a otra vecina más y no como ese descomunal animal mediático que es. Ella decía «pues ya ves, hija, aquí me tienes» y me recordaba a Blanca Portillo en Volver. Es ahí donde radica la atracción que ejerce Esteban: la popularidad no le ha empujado a abandonar a los de su clase. Engancha porque es verdad. Descarnada, vulgar y caótica pero verdad. Con las revistas del corazón me pasa lo mismo: me quedo con Lecturas porque tiene mucho de galdosiana. Cuenta los avatares sentimentales de la clase media. ¡Hola! está repleta de finolis que viven a lo Chejov: sin romperse ni mancharse, pero conscientes de que pertenecen a una casta que tolera ciertas profesiones pero no las admite. Ejemplos: periodistas y gente del espectáculo.

Recoge ¡Hola! la foto de familia de los asistentes a una cena solidaria de la Fundación Aladina y la instantánea se convierte en un «ayer, hoy y siempre»: conviven las que fueron primeras figuras -y lo seguirán siendo- con las nuevas generaciones. Isabel Preysler y Tamara Falcó, Naty Abascal e hijos, Simoneta Gómez Acebo… Pero también vemos a Marta Robles, Martina Klein, Goya Toledo o Nieves Álvarez, que llegan limpias y aseadas a la cena e incluso las dejan pasar, pero jamás serán aceptadas como miembros de pleno derecho en este Bilderberg rosa. 

Y todo porque pertenecen a profesiones tan poco respetables -para ellos- como la comunicación o el mundo de las pasarelas. Consideran que una presentadora de televisión no deja de ser una vedette catódica. En este universo rancio y profundamente clasista aparece de una manera continuada Nuria González, la mujer de Fefé. Siempre con una media sonrisa y con la mirada a media asta, como si estuviera pensando en la resolución de un complejo problema matemático. O en cómo apañárselas para que le dé tiempo en una misma mañana a darse un masaje y recorrer las selectas tiendas de la milla de oro madrileña.

In illo tempore, Nuria (en la foto) era una aspirante a modelo que gracias a su relación sentimental con el diseñador Nacho Ruiz llegó a desfilar en pasarelas de primer orden. Mientras Fefé andaba en tratos amorosos con Mar Flores, Nuria era la confidente de Mar. Y cuando Fefé deja a Flores tras la publicación de las polémicas fotos de Interviu -recuerden, «En la cama con Lequio»-, 

Nuria González tarda aproximadamente un mes en enamorarse del empresario. La entiendo. Fefé despliega el manto de sus encantos y no hay mujer que se le resista. Dicen que es detallista, seductor, encantador, divertido y muy generoso. Lleva a Nuria como una reina y ella aprovecha la menor oportunidad para destacarlo. Hace algunos años, una amiga se encontró con ella y le dijo: «Qué abrigo más bonito llevas». 

La respuesta de González fue tajante: «De Chanel, sólo 400.000 pesetas. Barato, ¿verdad?». Aunque proviene del mundo de las pasarelas, Nuria es discreta y amable. Moderadamente bella. No pretende convertirse en la sucesora de Naty Abascal ni acaparar más flashes que ninguna. La aceptan porque no supone un peligro y porque es la mujer de un todopoderoso. Ha demostrado que el amor no tiene edad. Qué envidia.

Dicen que Tetro, la película que ha rodado con Coppola, es un truño. También es mala suerte que te llame un director como él y le salga un churro. Pero desde esta página me gustaría decirle a Maribel Verdú que no se permita estar triste ni un minuto por dicha contrariedad. Maribel es una de las mejores actrices de este país y del que sea. Dota a todas sus interpretaciones de una intensidad que roza el virtuosismo. Es un huracán escénico, un vendaval de talento incontenible a la que sólo le afeo que no comparta el secreto de su deslumbrante belleza. Por cierto: acabo de caer en la cuenta de que tiene un ligero parecido a Rania de Jordania. Será porque la Verdú es tan fascinante como Petra (la ciudad).

Tiene madera para convertirse en estrella de comedias musicales, pero Soraya sigue empeñada en sacar discos y en tomarse demasiado en serio ciertos aspectos de su profesión. Como por ejemplo, su participación en el Festival de Eurovisión. 

Ella está emperrada con lo del boicot y lo adereza con una teoría conspirativa; pudiera ser porque ese Festival es más raro que un perro verde. Sin embargo, debería dejar de lado su rebote y apuntarse ipsofactamente a clases de dicción, no para corregir, sino para mantener su extraña manera de pronunciar. Si tiempo atrás nos cautivó con su «poyeya», en Moscú nos hechizó cantando «la noche es pa-ta ti» en vez de «para ti». Sublime. Grandioso. Cuanto más imperfecta, más tirón tiene Soraya.

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