Jorge Javier opina sobre la Telebasura

Esta semana voy a empezar hablando de mí. De Jorge Javier Vázquez, presentador de televisión. Quizás me tachen de vanidoso, no se corten. Después de todo lo que han dicho o escrito de mí, eso sería lo más agradable.

Durante cinco años he presentado Aquí hay tomate, un programa que desde sus inicios se convirtió en líder absoluto de la sobremesa y que pasará a la historia -no nos engañemos- como el máximo exponente de la telebasura.

(Al respecto déjenme señalar que mi amiga Carmen Rigalt escribió que yo era el rey de la telebasura; todavía no sé si tengo que enviarle un ramo de flores o escupirle cada vez que la vea). Tras un año de ausencia he vuelto a la sobremesa de Telecinco con Sálvame y la prensa lo ha celebrado de una manera unánime: «Con él -o sea moi même- regresa la telebasura en estado puro», podría ser más o menos el titular.

«Telebasura». De tanto oírlo, el término ha acabado aburriéndome, ha perdido efectividad. Es como cuando te llaman feo muchas veces, que al final te acuerdas de un feo como Vicent Lindon y te pasas el insulto por el forro de los mismísimos. Pero a lo que voy: tras un intenso debate interno -o sea, celebrado en mi cabeza- he llegado a la conclusión de que yo no hago telebasura sino neorrealismo televisivo.

Nací en Badalona, ciudad definida por Raúl del Pozo como «campo de concentración para emigrantes». Crecí en un barrio en el que convivíamos payos y gitanos. Las peleas entre vecinas eran un hecho habitual; cada vez que se producía alguna, nos apostábamos a los pies de los balcones desde los que se gritaban toda clase de improperios para seguirlas en riguroso directo. Estoy habituado a las confrontaciones dialécticas. Quizás por eso no me asombra ver cómo la gente discute en un plató. Y no me extraño cuando una señora se queja de un marido chulángano porque eso es lo que he mamado en mi barrio desde muy pequeño; vivíamos de puertas para afuera y estábamos al tanto de los vaivenes sentimentales de cada vecino. Los italianos lo trasladaron al cine y surgió el neorrealismo; hacemos nosotros lo mismo en la televisión y lo llaman telebasura. Debe de ser porque lo consideran poco edificante.Vaya. ¿Acaso lo fue alguna vez la vida?

Los periodistas no estamos dotados para encajar críticas. Cuando alguien se atreve a cuestionar nuestro trabajo solemos desear su muerte (profesional). Sin embargo, en torno a este asunto también existen distinciones. Se lo dijo Mercedes Milá a una compañera de El País: «Los periodistas escritos os creéis de una casta superior a los que hacen televisión». Cuando los que salimos en la tele nos quejamos de la crueldad de una crítica se nos recuerda que eso va en el sueldo; pero cuando desde la televisión nos atrevemos a hacer una crítica de algo que haya escrito un compañero ya puedes ir atándote los machos porque eso significará tener al periódico en pleno en tu contra.

El nivel de la crítica televisiva en España es ínfimo rayando en inexistente. Suele ser obvia, recurrente y, sobre todo, muy mal escrita. Salvo Rosa Belmonte en ABC, Víctor M. Amela y Sergi Pàmies en La Vanguardia y Enric González en El País, el resto se caracteriza por criticar de todo menos la televisión. Un ejemplo: a propósito del estreno de Sálvame, Nico Rey en la edición digital de este periódico se limita a llamarme «viejuno y patético perdedor», «engreído» y «chivato». En esta ocasión he salido más o menos indemne porque en otros artículos me califica de «marica» o, simplemente, de «borracho». Es una paradoja, pero es muy difícil encontrar en una crítica televisiva referencias a la realización del programa, a la capacidad del presentador para manejarse en un directo o a la belleza de los decorados. Es muy difícil que se haga referencia a algo tan fundamental como la iluminación de un programa. Lo deben considerar algo tan oscuro como el tercer secreto de Fátima.

Pero lo que más me asombra es observar cómo se recrean -de una manera tan morbosa- escribiendo sobre programas que detestan.No lo entiendo. Yo no les prestaría la más mínima atención. Quizás porque con los años me he dado cuenta de que una de mis grandes conquistas ha sido aprender a decir «no». No comer lo que no me gusta, no leer lo que no me apetece o no quedar con gente por compromiso.

Y ya si eso, la semana que viene hablo de Sonsoles Espinosa versus Carla Bruni.

Se ha olvidado de que es una chica mona y se ha convertido en una vieja prematura. Campanario procede del Levante, zona festera, fértil y luminosa como un nuevo día. Si no hubiera encontrado a Jesulín sería una chica tan alegre como una verbena de San Juan, pero su matrimonio con el torero la ha transformado en una señora a la que no apetece pedirle ni la hora. Se ha tomado tan a pecho eso de ser «mujer de torero» que sus facciones han adquirido los rasgos de una dolorosa en estado de perpetuo socorro.Si la sumisión de la mujer ante el hombre ya se considera obsoleta, someterse a Jesulín debería tipificarse como delito. Campanario necesita una aventura en África. O dos, si son pequeñas.

Su último espectáculo se llama PSB. Le digo que habrá gente que vaya a verla pensando que verán actuar a los Pet Shop Boys y ella se ríe. Con compás, claro, porque no desafina jamás. PSB no son sus iniciales -que también- sino los instrumentos que la acompañan en esta nueva aventura: piano, saxo y bajo. Paloma es una cantante que posee una cualidad difícil de encontrar entre las de su especie: sabe cantar. Hay quien piensa que ya no actúa, pero luego llena los teatros en los que se presenta. Doy fe porque voy a todos. El 22 y 23 de mayo canta en el Español de Madrid.Vayan y comprobarán de una vez qué significa la expresión «llenar el escenario».

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