Pasión por el verano

El verano era para el fútbol. Así lo recuerda Enrique Murillo, editor y escritor de obras como la reciente 'Qué nos pasa'. Lo que les pasaba a Murillo y a sus compañeros de andanzas durante el verano de 1956 era que no podían pensar en nada más que jugar al fútbol, mañana, tarde o noche. Una pura pasión: el lujo de jugar once contra once en campo de tierra, vestir la camiseta del Gualba o codearse con auténticos cracks en miniatura

Por aquel entonces las chicas no habían entrado a formar parte de la realidad. Haberlas, habíalas, pero no jugaban a fútbol, y eso las encerraba en un mundo paralelo, las convertía en formas de la ficción. Carecían de la credibilidad de un disparo certero a la portería contraria. Las chicas tendrían muy pronto, es verdad, su apoteósica entrada en escena, y a partir de entonces no dejarían de ocupar el centro de nuestras vidas, arrastrándonos hacia un universo distinto, más lleno de matices, más trágico, más verdadero.

Por eso he preferido dejar para otro día las historias de amores veraniegos, y centrarme ahora en un instante de pasión pura, un julio y un agosto redondamente futbolísticos, el verano del 56, punto culminante de una serie de veranos de recuerdo imborrable.

Porque durante la infancia y primera adolescencia mis veranos fueron sobre todo deportivos. Ya podía mi madre recordarme lo malo que para mi salud podía ser un partido disputado a las tres de la tarde, bajo la impresionante solana. ¿Y a quién le importaba la salud estando a un paso de la gloria? Porque la gloria consistía en marcar un gol y salir corriendo a celebrarlo con los brazos en alto, en una carrera sin fin, una orgía de felicidad que era de inmediato detenida por los casi mortales abrazos de tus compañeros de equipo.

Hubo veranos en los que jugaba un partido por la mañana, otro después de comer, y un tercero a media tarde, y los días largos de julio, si lograba escaparme de la vigilancia familiar, un cuarto partidillo mientras se suponía que estaba en la parroquia rezando el rosario. Hablo de una época que el tiempo ha adornado con las suaves tintas de la nostalgia, cuando en los bajos de mi casa de invierno se encontraba el cine Nuria y el portero nos dejaba entrar en la sala oscura para ver, cada día, la misma escena de Quo Vadis? al regresar del colegio. Aquellos mismos años cincuenta de la huelga de los tranvías, las pedradas contra los cristales del Treintaysiete lanzadas por las obreras de Myrurgia entremezcladas con los mecánicos del taller de la calle Roger de Flor, y que yo contemplé maravillado, mientras regresaba con mis hermanos del colegio.

Durante el curso, el fútbol eran los recreos en el patio: treinta partidos disputados simultáneamente en una cancha de cemento y con pelota pequeña, de goma y forrada de tela para que no botara tanto. Así no había modo.

Pero en verano se jugaba con balón de cuero, y un solo partido cada vez, once contra once, en la plaza del pueblo. Era un campo pequeño, de tierra, sin límites marcados ni porterías de verdad, pero había suficientes espacios para el dribling y la escapada, el pase al hueco y el córner lanzado con efecto. Faltaba el árbitro, con lo cual un extremo bajito, escurridizo, con regate y velocidad, como el que esto suscribe, terminaba con múltiples morados en los tobillos, y rasguños en las rodillas, mordiendo literalmente el polvo muy a menudo, pero con algún gol en su cuenta particular.

Y, además, en el fútbol de verano, uno, que siempre fue un jugador modesto, podía formar parte de un equipo que contaba con auténticos cracks. Lo eran Josep Maineris y Ramón, dos chicos del pueblo que me honraron con su amistad pese a mi condición de veraneante, es decir, de gilipollas. En el 56, gracias a formar parte de su equipo, tuve mi verano goleador. Algo así como el año en que Fortes y Clares, dos jugadores mediocres, fueron elevados al cielo por la presencia de Cruyff. Y logré vestir la camiseta del Gualba juvenil, excelsa cumbre de mi carrera deportiva.

Maineris y Ramón y yo nos conocimos en la escuela, y enseguida decidimos hacer novillos, y nos convertimos en compañeros de aventuras y partidos. Ibamos juntos a construir cabañas el monte, a pescar barbos e incluso alguna anguila en la riera y, sobre todo, jugábamos al fútbol, mañana, tarde y noche.

Y qué bien jugaban Maineris y Ramón. En aquel entonces ya sabían lo que era llegar hasta la portería contraria haciendo paredes para sortear contrarios con habilidad y rapidez. Eran dos chicos muy distintos, los dos inteligentes, pero Maineris más fuerte, Ramón más pícaro. Ramón poseía el humor socarrón y ácido de ciertos catalanes. Maineris era más serio, como casi todos los catalanes.

Ese año, ellos dos y otros más vestimos la camiseta del Gualba Club de Fútbol y nos enfrentamos en un torneo de juveniles a algún equipo de la zona, en un campo de verdad, grande y con porterías y árbitro. No queda recuerdo del resultado ni el contrario.Sólo de la emoción.

El año siguiente, cuando yo andaba tras las piernas delgadas y morenas de Cristina Gazeau, hipnotizado por sus ojos gris azulado, hubo un día culminante que yo me perdí pero mi padre registró en esta foto: vino Eulogio Martínez a dar el saque de honor en un partido de fiesta mayor, pero del equipo de mayores. Para ser un futbolista en activo, Eulogio daba la sensación de tener demasiados michelines. Pero era el único capaz de pisar el balón dentro del área, escamotearlo con un par de toques que dejaban al defensa contrario en el suelo, y luego disparar con potencia y marcar.

Las cosas no terminaron bien. Creo que Martínez se había ido ya cuando comenzaron los problemas. Hubo discusiones en el campo, algunos jugadores se pelearon, y el árbitro terminó rodando monte abajo. Por la noche nos contaron que el médico del pueblo tuvo que curarle las heridas. Nuestros partidos eran distintos. Podíamos terminar al borde de la lipotimia y con unos cuantos puntos de sutura en la rodilla o la sien, pero jugábamos en otro plano, arcádico e inocente. He conocido formas de pasión más complejas que aquélla, pero quizás ninguna ha sido tan intensa, ni tan pura.

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