Cogiendo la ruta del sol

A las 10 menos cuarto de la mañana zarpamos del muelle deportivo de Puerto Rico, en el municipio grancanario de Mogán, a bordo del velero Bouche en coeur. Pedro, el piloto y dueño de la nave, informa, con disimulado orgullo, de que es la única embarcación a vela para recreo de toda la zona.

Si tenemos suerte, el viento soplará con la fuerza suficiente para apagar los motores y adentrarnos en silencio en las aguas profundas.Durante la travesía, es usual toparse con ballenas, delfines o peces voladores planeando sobre las olas. 

A medida que avanzamos rumbo al oeste, acantilados de lava negra se alzan como ríos petrificados a orillas del océano. El vuelo de las aves salpica de blanco las paredes de piedra y la tranquilidad se hace cómplice de nuestra admiración por estos míticos paisajes.

Un refrescante baño, durante el que aprovechamos para visitar una cueva marina cercada por aguas turquesas, es la última parada antes de llegar a Puerto de Mogán, un barrio de casas blancas ribeteadas de azul cobalto que aún conserva su sabor tradicional. Su embarcadero, está rodeado de pequeños restaurantes donde disfrutar de un excelente pescado y platos típicos de la gastronomía de Gran Canaria. Varios canales de agua salada, cruzados por puentes de hierro, invitan a un íntimo paseo antes de abandona esta pintoresca población.

En dirección al este, por la carretera que bordea el océano, hacemos un alto en la Playa de Amadores, el Shangri-la del turismo de sol y playa: aguas cristalinas, confortables hoteles y deportes acuáticos a la carta. 

Aquí, la vida transcurre a un ritmo marcado por el epígrafe de la diversión y la comodidad. Tras un tonificante descanso, aderezado por unas suculentas papas arrugás con mojo picón, continuamos hacia Maspalomas, el núcleo turístico más importante del sur de la isla. Una contagiosa excitación impregna el aire y nos incita a ser cómplices del alborozo colectivo en esta zona de eterno verano. Aquí se encuentran las Dunas y la Charca de Maspalomas, catalogadas, junto al Palmeral, como Reserva Natural Especial desde 1994.

Al acercarnos a ellas, los ojos se inundan con el reflejo dorado de las olas de arena que se deslizan, lentamente, hasta las Playas del Inglés y la de Maspalomas.Resulta paradójico que este espacio mantenga gran parte de su extensión y pureza rodeado de tal profusión de hoteles y centros de ocio. Es como si una barrera invisible lo aislara del cemento y los neones. 

El tiempo parece suspendido en este pequeño edén.Al caer la noche, la luz del faro de Maspalomas da la señal de aviso que todos esperan. Comienza el espectáculo: la marea de visitantes se reparte entre restaurantes, bares y discotecas.

A la mañana siguiente, nos dirigimos hacia el noreste, donde nos espera la villa de Agüimes. Fundado en 1486 tras la conquista del archipiélago por la Corona de Castilla, este municipio despliega una variedad paisajística que va desde las playas del litoral, como la de Vargas y el Cabrón, en Arinaga, hasta el Barranco de Guayadeque y el entorno montañoso de Temisas, sin olvidar las medianías, de carácter agrícola, donde se levanta el casco histórico de la localidad. Sus estrechas calles están jalonadas de casas de fachadas en tonos ocres, tachonadas de piedra vista.

Continuando la ruta por la carretera GC-130, la próxima cita es el barranco de Guayadeque. Flanqueado por escarpadas paredes basálticas de entre 400 y 600 metros de altura, alberga varios asentamientos y necrópolis prehispánicos. Y, para aquellos que quieran profundizar en tiempos pasados, están los alucinantes petroglifos de Balos, en el barranco del mismo nombre.

Abandonamos estos enclaves con cierta nostalgia por las civilizaciones perdidas para concluir en la playa del Cabrón. Su fondo marino es de los más espectaculares de Gran Canaria y el archipiélago, por su riqueza ecológica y su gran variedad de plantas y vida animal. 

En él se pueden contemplar, entre otras especies, cardúmenes de roncadores y herreras, barracudas, enormes gerardias y gorgonias amarillas y rojas, meros, morenas, camarones y cigalas pequeñas, que convierten cada inmersión en una aventura. Sentados sobre una roca, cerca de la zona conocida como el agujero, entrada principal a este paraíso subacuático, contemplamos a los amantes de las profundidades desaparecer bajo el agua, imaginándonos, adormecidos por el calor, que somos nosotros, y no ellos, los que acarician a los dóciles y hermosos peces.

Una contagiosa excitación impregna el aire y nos incita a ser cómplices del alborozo colectivo en esta zona de eterno verano.

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