Poder perderse en Machu Picchu
Construida cerca del cielo, decorada de nubes y estrellas, de soles infinitos, nieblas eternas y susurros de viento que rompen un silencio ancestral que parece formar parte de la mística sinfonía del lugar, la Ciudad Inca de Machu Picchu sigue siendo el lugar donde se amarra el sol, el misterio insondable, la pregunta sin respuesta, el enigma permanente, lo que el hombre todavía no puede explicar, lo que solo la leyenda parece interpretar.
Su historia sigue siendo una enciclopedia ilustrada de conjeturas y especulaciones; un misterio dentro de un misterio, repleto de espíritus, donde se ha rendido pleitesía al sol, a la luna, a las estrellas, al cielo azul y a las nubes blancas y virginales que acarician continuamente la cresta de Huayna Picchu.
La cumbre que todos quieren, queremos, alcanzar para estar todavía más cerca de ese cielo, único testigo que la vio nacer, crecer, desarrollarse y desaparecer como por ensalmo.
Desconocida para el resto del mundo hasta que el arqueólogo norteamericano Hiram Bingham la descubrió en julio de 1911 mientras buscaba la ciudad perdida de Vilcabamba, la última fortaleza conocida de los incas.
Machu Picchu sigue siendo un gran interrogante que el hombre ya es capaz de patear pero no de comprender.
Porque podemos ver sus gruesas piedras, recorrer sus calles y caminos, visitar sus casi doscientas viviendas, disfrutar de la Piedra Funeraria, de la Casa del Guardián, del Palacio y el Mausoleo Real, del Templo del Sol, del Templo del Cóndor, de la Plaza Sagrada, porque vemos todo eso y mucho más, una y mil veces, pero todavía seguimos siendo incapaces de alcanzar su alma.
Su alma es materia de leyendas y sortilegios y todo en Machu Picchu es fragmentado y etéreo. Porque solo las leyendas y los sortilegios tienen palabras para esta ciudad aérea.
Leyendas como la de que fue el pájaro de oro que canta en el paraíso quien enseñó a los hombres el secreto de convertir las piedras en barro; sortilegios como el que llevó a Dios a convertir a los hombres en piedra para que los incas los arrastraran hasta la cima y construyeran la ciudad sagrada.
El trazado de su arquitectura da a entender que pudo nacer en torno a mediados del siglo XV, bajo el dominio del rey Pachacutec, aunque nada es seguro aquí. Y si el misterio rodeó su nacimiento, la bruma enterró su deceso.
Situada sobre una montaña de granito, los incas lograron transportar, no se sabe exactamente cómo, hasta más de 2.000 metros de altura pesados bloques y tallarlos y pulirlos con una maestría hasta entonces desconocida.
Arquitectónicamente, los cinco kilómetros cuadrados de Machu Picchu están divididos en varios sectores que todavía hoy puede el viajero distinguir perfectamente en su recorrido: el sector agrícola, las zonas de militares y de vigilancia, el sector urbano, el sector religioso y la zona de cementerio y rituales.
Pero qué importa todo esto cuando se la ve por primera vez, cuando se está sobre una de sus terrazas, cuando simplemente el viajero se limita a ver pasar el tiempo, cuando el día se diluye y los minutos se evaporan, cuando se recorren sus callejuelas, cuando uno se siente atravesado por su espiritualidad.
Cuando se adentra en alguna de sus viviendas que el feroz paso del tiempo ha dejado sin techo, cuando se observa su maravillosa arquitectura de grandes piedras entalladas unas contra otras sin masa alguna y sin más unión aparente que la divina.
Cuando se atraviesa la Escalinata de las Fuentes, se contempla el magnífico Torreón, se vislumbran las portentosas terrazas agrícolas, se disfruta de la Casa de la Ñusta, se asoma uno a través del Templo de las Tres Ventanas o siente el vértigo de acercarse al puente levadizo del Inca.
Qué importa la historia y sus misterios cuando se está ahí, cuando la multitud que diariamente visita estas ruinas inigualables no puede vencer ese silencio sepulcral que todo lo envuelve.
Y qué relevancia tiene también todo esto cuando lo único importante es, simplemente, estar y dejar que la imaginación haga su trabajo; cuando lo realmente mágico es formar parte, aunque sea momentáneamente, de este entorno milagrero y mágico, de abismos y cañones, de cortados y riscos decorados de una vegetación frondosa y salvaje, de cuentos y palabras lanzadas al viento, de misterios y leyendas que el tiempo no solo no ha resuelto sino que agranda día tras día.
En lo que todos los estudiosos de la zona se han puesto de acuerdo es que la historia de Machu Picchu está intrínsecamente ligada a la del río Urubamba, cuyas aguas rodean el peñasco donde está situada la ciudad perdida, como si quisieran separarla del resto del mundo o preservarla de éste.
Y luego está el Camino del Inca, la caminata más famosa de toda América, que unía, y sigue uniendo para gozo de viajeros y caminantes, el Valle Sagrado con Machu Picchu.
Son 43 kilómetros de aldeas escasamente pobladas y de pueblos abandonados, de yacimientos a medio investigar, de ruinas precolombinas capaces de irradiar una magia infinita, de visiones sobrecogedoras, de un entorno brutal y hermoso.
Un camino en el que hay superar tres pasos andinos de precipicios interminables y donde la visión de picos coronados de nieves perpetuas, de ríos salvajes, de cordilleras imperturbables y de bosques nubosos y aparentemente ingobernables acompaña al viajero durante los casi cuatro días que dura la marcha.
Además de por el Camino del Inca, a Machu Picchu se puede llegar andando desde Aguas Calientes, en bicicleta desde cualquier parte siempre que se tengan fuerzas para solventar los ocho kilómetros finales de camino de tierra y duros desniveles o en un autobús que cogeremos en la citada localidad, puerta de entrada a las ruinas más famosas de América.
Y si puede conseguir un billete le recomendamos que llegue a Aguas Calientes en tren: el viaje puede resultar largo para los pocos kilómetros que son pero las vistas son únicas y de una belleza inagotable.
Solo es posible pernoctar al lado mismo de las ruinas si se es lo suficientemente afortunado como para hacerse con una de las 31 habitaciones del Machu Picchu Sanctuary Lodge, el privilegiado y a la vez sencillo hotel que Orient-Express tiene a las puertas de la ciudad perdida.
Hay que perderse en los laberintos de Machu Picchu, un misterio enclavado entre los Andes y la selva amazónica, donde el silencio es ley, donde nada es lo que parece ser.
Donde se amarra el sol, el Intiwatana, el reloj solar inca que en la zona más elevada de la colina medía el tiempo con una precisión envidiable. Donde misterio y belleza se dan la mano. Donde las leyendas parecen hechos tangibles y la realidad una mera suposición.
Tanto es así, que hasta su verdadero nombre desconocemos: el nombre por el que se la conoce desde que Bingham la descubrió para el resto del mundo es simplemente el que entonces le puso el arqueólogo al darle el nombre de la montaña donde estaba ubicada.
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