Juvet es un hotel de auténtico paisaje
Tiene el don de la exclusividad y no está en el fin del
mundo, pero casi. Para alcanzar este hotelito perchado sobre los acantilados
del río Valldøla y a unos pasos de la famosa garganta de Gudbrands, hay que
recorrer la más exigente carretera de Noruega.
La ruta merece tal etiqueta no
solo por sus 11 endiabladas revueltas, sino por algo más amenazador. Lo señala
su nombre: la Escalera de los Trolls, tremenda ascensión de 1.000 metros de
desnivel desde Åndalsnes.
Al parecer, las malévolas criaturas nórdicas tienen
en este lugar una de sus residencias favoritas. Aquí mismo, en lo alto de este
valle que abre los Alpes Escandinavos igual que los fiordos rompen el cercano
litoral noruego, se localiza el Juvet.
El escenario es bucólico. Un skyline de tremendas y
heladoras montañas, bajo las cuales pequeñas granjas extienden sus praderas y
cultivos entre bosques de abedules y hayas que amenazan con merendarse las
cosechas, como las breves y deliciosas fresas que cultivan los vecinos de Knut
Slinning, propietario del hotel.
Dedicar tanto tiempo en describir el entorno es algo
obligado en el Juvet, pues forma parte del mismo. Es más, sin esta naturaleza
nórdicamente salvaje, no tendría razón de ser.
Aunque como puede verse en las
imágenes que acompañan estas líneas, no es precisamente una cabaña de
pescadores o un refugio de troncos. Todo lo contrario, sus habitaciones cuentan
con el marchamo nordic design a tope.
El Juvet fue una idea de Slinning, asilvestrada versión
noruega de Indiana Jones. La materializó el estudio de arquitectura
Jensen&Skodvin, de Oslo.
Los planos hablan de 800 metros cuadrados, pero
realmente es mucho más pequeño: lo que miden sus siete habitaciones y el búnker
que hace las veces de comedor-sauna-sala de estar común.
Ocurre que el proyecto
contempla como parte del hotel a la naturaleza donde se alzan las simples,
elementales y seductoras habitaciones cabaña.
El Juvet podría definirse como un hotel paisaje. Para
comprobar qué es esto, nada mejor que dormir en una de sus habitaciones y
despertar en mitad de un universo de montañas, al borde del bosque.
Más allá,
las praderas se extienden hasta el río que espumea en el desfiladero. Igual que
un vivac al aire libre, pero sin los inconvenientes de levantarse mojado por el
rocío, ni herido por el frío de la mañana; aquí solo hay que retirar el mullido
edredón.
En vez de hierbajos y piedrecitas clavándose en los pies, la suave
moqueta de lana merino virgen. Los ventanales libran de todos esos pequeños
inconvenientes, pero no hurtan nada de lo demás.
Para conseguir tan feliz integración, cada alojamiento fue
diseñado según el lugar donde iba a alzarse, de manera que no hay dos iguales.
En realidad, son cabañas individuales, de 30 metros cuadrados y con paredes de
pino y abedul, estratégicamente situadas: desde ninguna se ve otra, solo
naturaleza.
En el interior no hay la menor decoración ni artilugio. De
oscuros tonos grises y marrones, solo contienen una cama, dos sillones y una
lámpara. "No quisimos nada que distrajese la atención, las habitaciones
son como cámaras de fotos y las ventanas, los objetivos", explican. Una
excepción es la mínima cabina del baño, de paredes en rabioso amarillo.
Reservar una noche en el Juvet es casi tan arduo como llegar
hasta aquí. A no ser que se tenga una suerte infinita, la espera está
garantizada entre cuatro y seis meses.
"Hemos hospedado japoneses que
habían reservado con un año de antelación, la lista de espera es larga",
asegura el dueño, casi tan austero como el menú que sirve a sus huéspedes.
El
guiso, bacalao con tocino, carece de cualquier proximidad con la nouvelle
cuisine, ni siquiera nórdica. Pero algo debe de tener este hotel que cobra 400
euros por habitación, rancho incluido, para que haya tan desesperadora lista de
espera.
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