Los lamas regresan a Mongolia

En el monasterio de Erdene-Dzu, en Kara Korum, la antigua capital de Mongolia, un grupo de monjes canta acompañado de tambores y otros instrumentos musicales, quema incienso y enciende veladoras para venerar a sus santos.

«Somos 60 lamas los que vivimos en el interior. Otros cien viven en sus casas y vienen cada día a estudiar y rezar, claro, todavía no llegamos a los mil que había en los años treinta, pero ahora muchas personas les gustaría ingresar al monasterio», dice uno de los monjes con un rosario en la mano.

Durante más de cincuenta años los lamas, el nombre que tienen los monjes budistas en Mongolia, no han podido desarrollar sus ritos. El culto público ha estado prohibido. Los templos de madera y las pagodas, protegidos por una gran muralla, no han sido otra cosa que un museo para albergar la imaginería y las pinturas religiosas de lo que las autoridades comunistas consideraban la «caduca» ideología del budismo lamaísta.

La situación ha cambiado drásticamente en los últimos años con el hundimiento del comunismo. En 1989 sólo había un monasterio en todo Mongolia. Cuatro años después, existen 120 reconocidos oficialmente. Lo mismo ha ocurrido con el número de lamas: de menos de 200 en el inicio de la transición, ahora llevan los hábitos más de dos mil monjes.

El estalinismo durante la década de los treinta quiso cortar de raíz el control social que ejercían los monasterios en una sociedad donde el 60% de la población eran lamas, mientras el resto se dedicaba a sostenerlos.

En la década de los treinta más de 760 con más de 5.000 templos y pagodas fueron destruidos. Más de 14.000 lamas, algunas fuentes hablan de 100.000, fueron ejecutados. Sólo dos templos, entre ellos el de Erdene Dzu y menos de 200 monjes, pudieron sobrevivir a la represión estalinista.

Los lazos entre el Tibet y Mongolia, separados geográficamente por la inmensa China, son estrechos. El budismo llegó a Mongolia a través de la secta amarilla, la más poderosa del budismo tibetano. Genghis Khan, que conquistó el Tibet en 1206, autorizó a sus monjes a predicar en Mongolia. En el siglo XVII un rey mongol ayudó a la reencarnación del Dalai Lama de la época a imponer su control sobre los demás monasterios tibetanos.

Desde entonces el budismo lamaísta es uno de los resortes de la vieja y compleja cultura mongola. El propio Dalai Lama vino a Mongolia en 1992 para reforzar el proceso de transición pacífica a la democracia y el renacimiento del budismo lamaísta.

El Lamaísmo, a diferencia de las otras corrientes del budismo, se caracteriza por el importante poder que otorga a los altos y selectos monjes.

En Mongolia la autoridad del monasterio, el Kamba Lama, ejecuta tareas más de un administrador que de un líder espiritual de la comunidad de monjes.

En el oficio se requiere un abad que cuide la propiedad del monasterio, lleve el control de las actividades y atienda el registro de los monjes.

En sus funciones, el Kamba Lama adquiere un poder que rompe la esfera del monasterio y que se desliza hacia el político.

Un poder que hasta la revolución de los años veinte sustentaba en Mongolia una suerte de feudalismo.

«Lo más interesante del proceso de recuperación del budismo lamaísta en Mongolia ha sido que la gente ha buscado la religión, la filosofía y no el sistema social que había sustentado el lamaismo históricamente. No creo posible un conflicto entre el gobierno y el budismo. Mongolia ha conocido grandes transformaciones desde el feudalismo: comunismo, economía de mercado, democracia. 

Estas transformaciones sociales hacen muy improbable el conflicto», dice Sonan Wangchuk, quien, como secretario de una de las más altas reencarnaciones del budismo lamaísta con sede en la ciudad india de Ladakh, ha sido un testigo de primera fila del resurgir del budismo mongol.

En el interior del país todo el mundo quiere ser monje o todo el mundo quiere ayudarles. Mucha gente pide permiso al embajador para ingresar a un monasterio, o realiza donaciones de ovejas y caballos para sostener al budismo. A juzgar por el florecimiento de todo tipo de sectas religiosas que está conociendo Mongolia, el fin del comunismo parece haber creado un vacío en la identidad del nacionalismo mongol. Un vacío que está siendo ocupado por un movimiento encaminado a recuperar la historia, la antigua escritura y la religión tradicional.

Una hilera de gente espera formada para pagar sus limosnas en el Monasterio de Gandantegchinlin, en Ulan Bator. Cuando han acabado de hacerlo se dirigen al lugar donde está la imagen de Zonkapa, el fundador del lamaismo. Allí hacen girar cada una de las decenas de «ruedas rezadoras» situadas alrededor del templo; girando las ruedas los fieles se ahorran recitar la oración o mantra impresas en ellas.

Mientras el país se ha empobrecido sustancialmente en estos cuatro años de transición a una economía de mercado, la sociedad aparentemente ha ido destinando cada vez más dinero a construir templos y sostener a sus lamas.

«En la ciudad el monasterio sostiene a sus monjes, pero no ocurre lo inismo en las zonas rurales. Allí los monjes no viven en los monasterios, van a sus casas y regresan cada día. Aunque no es una situación buena desde el punto de vista de la actividad religiosa, no hay otra forma por falta de medios económicos. Se puede decir que son las comunidades quienes alimentan a los monjes. Principalmente son los ricos de cada aldea los que están ayudando a reconstruir los templos», dice Wangchuk.

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