Al oeste de las Pirámides de Giza

¿Qué hay más allá, al oeste de las Pirámides de Giza? Desde la antigüedad ésa ha sido una de las preguntas más acuciantes que se han hecho la gran mayoría de viajeros que han pasado por el Bajo Egipto. 

No es posible imaginar que durante miles de kilómetros, hasta la costa atlántica de África, sólo haya arena y piedras. 

Pero desde hace mucho, muchísimo tiempo, ésa es la realidad, salvo por los escasos oasis que tan pronto aparecen como se desvanecen como un espejismo. Lo que no quiere decir, sin embargo, que no sea posible encontrarse con algunas maravillas tantos naturales, como otras realizadas por el hombre.

De pronto, en el extremo sur de Argelia, prolongándose por el interior de Libia, entre los macizos de Tassili y Akakus, se puede ver la mayor pinacoteca al aire libre de nuestro planeta, recordándonos que en otra época esta tierra desbordaba riquezas y era exorbitantemente fértil. 

En Egipto, esos tesoros también existen aunque a veces se escondan en lugares tan remotos que cuando nos hablan de ellos podamos creer que sólo han sido fruto de la imaginación de algún aventurero. Ésa es la sensación que se tiene cuando se atraviesan los más de trescientos cincuenta kilómetros que separan El Cairo de Bahariya, el primer oasis del Desierto Occidental.

Ahora, ese espacio absolutamente yermo y de apariencia anodina se cruza a través de una carretera asfaltada sin que apenas nos exija ningún esfuerzo, pero que diferente debía ser ese viaje hasta hace muy pocos años. 

No hay un solo arbusto hasta llegar casi al final del camino, a un poblado minero en los límites del oasis, donde una docena de raquíticos árboles sobreviven polvorientos a las rudas condiciones climatológicas. Y, sin embargo, a unos 150 kilómetros de ruta, si nos adentrásemos en el interior, nos encontraríamos con una sorpresa: Wadi Al Hitan, o lo que es lo mismo, un cementerio de ballenas.

Es Patrimonio de la Humanidad porque no son los restos de unas ballenas corrientes sino posiblemente de las primeras que dieron el paso decisivo de dejar de vivir en la tierra para pasar a un medio acuático. 

En medio de un paisaje extraño y irreal, formado por montículos de arena erosionados por el viento, aparecen huesos descomunales, atrapados por el desierto en una imaginaria batalla galáctica que sobre todo fascina a los científicos aunque tampoco deja indiferente al resto de los mortales.

Pero no todos los desiertos son iguales y para comprobarlo sólo hay que dejar el dulzor de los huertos de Bahariya. 

Un lugar cuajado de fuentes termales que sólo aprovechan sus campesinos pero donde hace muy pocos años se han descubierto miles de momias doradas de época ptoloméica de las que ya se pueden ver una docena de ellas en una improvisado museo. A muy poca distancia y ya de camino del oasis de Farafira, que se encuentra a unos doscientos kilómetros en dirección hacia el sur, comienzan a surgir prodigios en el paisaje.

De pronto, las cadenas de dunas que se pierden en el horizonte cobran una extraña perfección, sus vértices parecen cortados por maquinas de ciencia ficción. Algo más allá, la arena comienza paulatinamente a teñirse de oscuro anunciando unas extrañas formaciones rocosas, cada vez más altas, hasta alcanzar el tamaño de grandes pirámides absolutamente negras, coronadas por columnas de basalto. 

Casi sin darnos cuenta, el paisaje se ha llenado de volcanes y su polvo de lava apenas deja entrever la arena circundante. Por esta zona solamente se circula en cuatro por cuatro, lo que permite adentrarse con cierta facilidad en este irresistible infierno.

Más adelante, después de tanto fuego y oscuridad, la naturaleza nos da un descanso, ofreciéndonos el frescor del pequeño oasis de Al-Haiz, donde es posible incluso darse un chapuzón en la alberca que se ha construido junto a la fuente de aguas templadas que brota entre las palmeras. 

Puede ser incluso un buen sitio para hacer noche en uno de sus campamentos de beduinos, como el delicioso Le Jardin sous la Lune. Aun así, la mayoría de los viajeros prefieren seguir camino, sin más etapas, hacia lo que se considera la verdadera estrella de la Ruta de los Oasis: El Parque Nacional del Desierto Blanco.

Como casi todo en esta inabarcable inmensidad, se hace de rogar. Pasan los kilómetros y, aunque van apareciendo en el camino curiosas formaciones geológicas a uno y otro lado de la carretera, es difícil fijar la atención. 

El calor se hace cada vez más opresivo e inaguantable por estos lares. Cuando ya se empieza a desesperar, unos intensos destellos en la lejanía nos anuncian que hemos llegado a la Montaña de Cristal.

En realidad, se trata de toda una cordillera de colinas de cuarzo que tan pronto parecen de color rosa, como moradas o se visten de plata y oro. La principal, la que se encuentra justo al lado de la carretera, comienza a perder brillo, diezmada por tantos visitantes que no pueden resistir la tentación de llevarse una pequeña geoda de recuerdo pero hay otras muchas en la zona, ya dentro del Parque Nacional, que aún permanecen prácticamente intactas.

De vuelta a la carretera de los Oasis, todavía hay que conducir durante una decena de kilómetros hasta encontrar una desviación marcada por un montículo de piedra. El asfalto desaparece, pero los guías saben cómo seguir el rastro hasta llegar al más minúsculo de los oasis, el que los beduinos conocen como la Fuente. 

Apenas unas palmeras y un tímido chorro de agua para tomar un respiro antes de adentrarse en el más extraño de los desiertos. Al principio, sólo son unos puntos inmaculadamente blancos salpicando la arena que, poco a poco, van cubriendo todo el paisaje como una fina capa de nieve. Comienzan a surgir ristras de montículos. 

En un principio, son pequeñitos, todos iguales, casi insignificantes, para luego hacerse gigantescos y cobrar formas que nos recuerdan a animales y personajes fabulosos. Pasan los kilómetros y el escenario se hace cada vez más indescriptible.

Nos aferramos a identificar ciertas formas geológicas, como un árbol, un conejo, un caballo para quizás sentirnos protegidos por esta inmensidad que agota cualquier tipo de calificativo. Justo antes del atardecer, el guía escoge el lugar adecuado para pasar la noche. 

De forma casi mágica, se crea un salón con telas multicolores, se montan las tiendas y comienza el más extraordinario de los espectáculos de luz y sonido que quepa imaginar. El blanco de las piedras calcáreas se va tornando rosa para luego tomar tintes dorados y terminar de color azul.

Los beduinos comienzan a entonar canciones, el sonido de la percusión retumba y se mezcla con el de otros campamentos, creando reverberaciones, curiosos ecos, una música que nunca habíamos escuchado antes. 

Tan pronto como el perfume de las especies que condimentan la cena llenan el ambiente acuden los pequeños zorros del desierto, más conocidos como fenec. Son casi tan blancos como las piedras que los rodean aunque sus enormes orejas sean más oscuras, del mismo color que la arena del desierto. 

Si durante el día permanecen escondidos en este fondo del mar desecado, por la noche pierden el miedo y se acercan sin pudor a los grupos humanos que ya identifican como su más segura fuente alimenticia.

Los sabores de la cocina del desierto cobran aquí su verdadero significado. De pronto, se comprende el poder de fascinación que siempre ha producido el desierto en quienes no han puesto barreras a su irresistible poder de seducción. Por extraño que parezca no se siente miedo ni temor de estar tan lejos de la civilización y de todo lo que ello significa a nivel de seguridad.

Muy al contrario, la sensación que casi todos perciben es de una profunda placidez. A nadie parece importarle que se escuchen extraños sonidos mezclados con la música de los hombres del desierto. Los zorros no son los únicos habitantes. 

A la mayoría sólo se les intuye, a otros se les escucha y, como si hubiese sido parte de un sueño, todos desaparecen con las primeras luces del día cuando las esculturas de este museo cambian de color antes de que el sol suba por el horizonte.

La vuelta suele hacerse de un tirón hasta El Cairo pero para quien pueda permitírselo es preferible hacer una parada en Bahariya para seguir disfrutando de los delicados placeres de su oasis, pero también para descubrir no sólo sus momias doradas sino las pinturas de algunas de sus tumbas y el emplo que se relaciona con el faraón Alejandro.

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