Hoteles encantadores poco encopetados
EL puente que une la isla de La Toja con la península de O Grove se construyó a comienzos de siglo desde la isla y no al revés. En aquella época los transportes marítimos resultaban más baratos y menos arduos en Galicia que los terrestres. De modo que los materiales de aquella ingeniería se desembarcaron en La Toja y el puente avanzó como una hilera de esforzadas luciérnagas, atravesó la franja de mar y fue a dar en el firme de una pequeña aldea de pescadores.
El puente aún se mantiene, aunque sus antiguas farolas se han visto sustituidas por esas ampollas de luz coloidal que tanto excitan a los intelectuales del mobiliario urbano contemporáneo. Luego se construyó el hotel -con alegre fachada en blanco reluciente y los toldos en luminoso amarillo- aprovechando el bienestar que proporcionaban y proporcionan sus aguas termales, particularmente a quienes se lamentan de molestias dermatológicas, respiratorias y reumáticas. De aquella antigüedad señorial que fue el Gran Hotel La Toja se ha sabido conservar un cierto crujido melancólico de la madera, ciertos rincones donde la luz se hace gota de ámbar y un cierto ambiente de elegancia refrescante y nada encopetada. El resultado es un reducto de encantadora comodidad modesta para una exacerbada conciencia histórico-burguesa, pero que es muy afín, en realidad, a quien de por supuesto que las sensibilidades venecianas de Visconti pueden encontrarse al alcance de cualquier economía sensatamente ahorrativa.
La clientela actúa como si en algunos aspectos no hubieran pasado los años, de modo que todo el mundo sabe perfectamente quiEn es quién, pero nadie delata con su comportamiento semejante sabiduría. Julio Feo palideció en cierta ocasión al ver a Francisco Franco inscrito en el tiro al plato. Naturalmente, no se trataba del anhelo de Fernando Vizcaíno Casas hecho realidad, sino de la afición de uno de sus nietos a la escopeta. Hay otros tiros más silenciosos, como el del arco, y otro, mucho mas relajante, que consiste en ir echando bolas al horizonte, mientras se pasea a solas o con un amigo, y al que llaman golf. Jornadas tan deportivas se equilibran por la noche coqueteando con la fortuna en el casino, donde la mirada frenética y las perlas de los sudores del neófito contrastan con los ojos hechos rejillas y el aspecto flemático del profesional del naipe o de la bola. Hay también máquinas tragaperras para gente cuya ambición vuela mucho más bajo o cuyos nervios no permiten las grandes emociones.
La fatiga de esas noches se resuelve con los espléndidos desayunos de este hotel. Mi consejo es que el visitante resuelva sus inquietudes gastronómicas con la magnífica oferta de las inmediaciones, pero que en lo tocante al desayuno, desayune en el hotel, donde un suntuoso buffet sugiere desafiar cualquier crónica del colesterol rampante. Si la suerte de un día depende de la bondad del desayuno, éste es el lugar más adecuado para asegurar la dicha, al menos por ese lado. La isla de La Toja es idónea para pasear de un modo bastante entretenido, con pequeñas tiendas que ofrecen artesanía local, alguna que otra exposición de pintura y una buena legión de mujeres ataviadas al gusto autóctono, que ofrecen collares y adornos realizados con conchas de muy crujido diversas formas, colores y tamaños. El bar del hotel en realidad son dos. Uno, el más exterior, es un amplio salón en amarillo y blanco, con cómodos sillones de mimbre, flanqueado por un enorme ficus y un laurel muy digno, abierto a la ría enmarcada en un gran sauce llorón, alguna palmera y tupidos bancales de hortensias.
Las mesas ofrecen una insólita oferta en cócteles de hierbas cuyas virtudes abarcan el tratamiento de cualquier dolencia física, espiritual o mental. Es un territorio adecuado para la lectura solitaria de la prensa, con la única compañía de un te con sabrosas pastas de manteca, hasta que llega la inevitable familia con niños ante la que jamás ha habido sosiego que no quedara hecho astillas. El otro bar, el interior, con sillones recoletos y predominio absoluto de la madera oscura y el cuero, proporciona una atmósfera más espesa, unas sombras más densas. Aquí la bebida ha de ser de otra índole, un oporto si todavía queda algo de mañana, o una cerveza si se aguarda el momento de comer, un brandy o un calvados si la comida merece una rúbrica tan cuidadosa, o un whisky si el sol ha comenzado a caer.
Y el sol es aquí lo más importante, junto con las nubes, sin las que no hay crepúsculo que merezca la pena. Los amaneceres son todos purísimos y algunos aún más enigmáticos si el huésped tiene la suerte de vérselas con una mañana de bruma propia de las rías baixas, cuando el agua hecha seda visible se deshilacha poco a poco y la naturaleza descubre suavemente el rostro, como si siempre fuera la primera vez en que hace tal cosa debajo de la capa del cielo. Es un prodigio que no se da todos los días, apenas dura unas tres horas y hace dudar muy seriamente de las posibilidades del más aprovechado pincel para vérselas con una imposible gama de verdes, azules y rosados.
El crepúsculo vespertino es otra de las maravillas a la altura del hotel sobre la ría de Arosa, tan delgada en ocasiones, que el agua se hace una finísima lámina que a veces se disipa y deja que el limo del fondo aflore jaspeando el reflejo del sol. Hayveces que la marea aleja el mar de tal modo que es posible pasar de la isla a la península de 0 Grove caminando, y entonces el hotel se ve envuelto en la magia deencontrarse rodeado de una alfombra inconstante sobre la que se mueven figuras que caminan por donde en un principio parecería prácticamente imposible. Cosas así forman siempre parte de lo inolvidable.
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