Que bonita es la mafia de los políticos
Les ves ahí con sus curas de adelgazamiento, o con sus mujeres nuevas, o con sus sonrisas educadas y elegantes, claveteando las dos filas centrales del anfiteatro del Auditorio Nacional de Música, y te das cuenta de lo mucho que les has admirado siempre. Tras el hundimiento de UCD eran, de hecho, tu gran esperanza blanca para ese proyecto de modernización liberal y kennediana que, a modo de revolución desde arriba, llevas veinte años propugnando para España.
De Harvard a la London School, de Popper a Bertrand Russell, todo el saber contemporáneo parecía concentrarse en sus cráneos privilegiados. Desayunabas con Mariano en la biblioteca del Banco o te tomabas un whisky a media tarde con Miguel y ya tenías la página del domingo encarrilada. Nunca salías de vacío. Hablar con ellos ampliaba tus horizontes mentales, te hacía cargar las baterías, más que una semana en Boston, más que una mañana en Foyles.
Diez años después, aún les recuerdas mano a mano en el saloncito de Asga 1, mes y medio antes de que el PSOE ganara las elecciones, maquinando sobre cómo levantarle el imperio de la abeja a Ruiz Mateos y sobre cómo levantarle la chica al dueño de la casa.
Enseguida leías que los Bancos de Rumasa se negaban a pasar por el aro de la «Autoridad Monetaria» -ése ha sido durante década y media el alias de Mariano, antes de que empezara a utilizar el de «M. Jiménez»- o te enterabas de que Griñón había invitado a Miguel a pasar el fin de semana en Malpica, y sentías la simpatía y emoción que siempre suscita ver a dos timadores de guante blanco detrás de las líneas enemigas, a punto ya de lograr sus objetivos.
Tal vez sea un síntoma definitivo de esnobismo, pero hace quince días volviste a sentir y a disfrutar de la magia del personaje incluso cuando te diste cuenta de que Mariano te había llamado allí, con toda urgencia, después de dos años de paréntesis, tan sólo para mentirte.
Y aunque detrás de esa mentira había existido una maniobra indigna contra el más limpio de los mundos, la fineza con que él la fue desplegando te cautivó de nuevo, te hizo desear futuros y más prolongados encuentros. Al margen de las dos deidades mayores, siempre tuviste buena opinión de García Díez con su bigote de menestral republicano, a quien sus colaboradores llamaban «Karpojo», y por eso te dejó de piedra el otro día Antonio Herrero cuando te contó lo de que tiene un chalet en Gstaad de no sé cuántos cientos de millones, que a ver cómo sale eso de un sueldo de ministro, o de un despacho que no sea algo más que despacho.
Desde el principio recelaste, en cambio, de Bustelo, cuya mirada de Iscariote revirado siempre presagió grandes traiciones: de ahí que no te extrañara nada encontrártelo en misa y repicando, representando a la vez el interés público en el Consejo del Banco de España y el muy privado y espúreo como intermediario del BCCI, cobrando, claro está, de los dos lados. Sólo la falta de punch de la oposición explica, por cierto, que Mariano sobreviviera a ese primer round, cuando, como ahora, su irresponsabilidad «in vigilando» lo descalifica para continuar al frente de una institución de la que por encima de todo debe emanar credibilidad y confianza.
En todo caso tu preferido era y sigue siendo Concha. El leal, el siempre animoso, el bueno de Concha. Un rostro franco y abierto, extraído de «iQué bello es vivir!» o cualquiera de esas películas de Frank Capra que irradian optimismo y fe en el ser humano. El agente de bolsa, hijo de agente de bolsa, que dedicó tantos esfuerzos e ilusiones a la reforma del Mercado de Valores.
El príncipe constante que después de muchos amagos, meandros y altibajos, más allá de los dimes y diretes, logra vestir de blanco, o más bien del color que fuera, a costa de muchos cientos, tal vez miles de millones, a la mujer a la que quiere. 0 sea, para que te entiendan, exactamente el tipo de persona a la que cualquiera confiaría su dinero. Cuando el otro día te explicaba, tierna criatura, cómo para «evitar el morbo» se le ocurrió no falsificar, sino alterar; no engañar, sino despistar; no delinquir, sino hacer algo «que sé que no está bien», la verdad es que te dieron ganas de pasarle la mano por la espalda y decirle: «Venga, Manolo, no te preocupes, que tu intención ha sido buena, que esto son gajes del oficio, que nadie te podrá decir que no hayas demostrado ser amigo de tus amigos».
Y desde entonces estás preocupado, inquieto, no dejas de darle vueltas a la cabeza. No por las teoríastonterías que circulan sin parar: que si esto es el dossier que ya denunció De la Rosa; que si esto es el dossier que ya pillaron haciendo a De la Rosa; que si Mario Conde -a quien por cierto no hay quien mueva de su nuevo rol de apagafuegos de la serenidad- esto o que si los guerristas lo otro; que si la «vendetta» del torpemente difamado Jesús Cacho («No me defiendas, que me hundes», rogaba no hace mucho Concha al amigo paranoico).
En el fondo resulta fascinante que el ladrón crea que todos son de su condición hasta el extremo de no entender que detrás de un periódico no haya sino periodistas disfrutando en la persecución de la verdad. No. Lo que te desasosiega, lo que te altera el sueño, lo que te da taquicardia ética es la cochambre de bosque en que se ha transformado la suma de tan egregios árboles. Se te ocurren propuestas como la reforma del Estatuto del Banco de España, a fin de proteger al gobernador de sus propias imprudencias.
Aplaudes con una mezcla de ansia y alivio que el nuevo Código tipifique penalmente conductas idénticas a algunas de las que al parecer han dado pie a este turbio «affaire». Hablas de cambiar tal o cual ley, las reglas del juego, el marco jurídico, de llenar el vacío legal... Pero enseguida dudas de que nada sea ya bastante. De que esta España de Felipe González, en la que gente tan guapa hace cosas tan feas, tenga ya remedio alguno.
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