Nuestro restringido campo de visión

Si se considera la desconcertante variedad de rasgos que la naturaleza puede pintar en un óvalo humano, la elección de la mujer amada parece arbitraria y relativa. No cabe duda, sin embargo, de que la historia, la costumbre, la estructura genética, el ambiente social, el entorno familiar, la educación estética, los estereotipos al uso, la edad, el género (masculino o femenino) y, por último, las hechuras mismas del interesado restringen el campo de elección. 

Pero quizás el requisito particular que condiciona la elección de un poeta es la presencia, en tal óvalo, de cierto aire no estrictamente funcional: un aire de ambivalencia indeterminación que responde como un eco -un eco de carne y hueso, por decirlo así- a lo que es la esencia y el empeño del poeta. Es eso que adjetivos como «enigmático», «ensoñado», «onírico», «celestial» se esfuerzan comúnmente por denotar y que explica la preeminencia de las rubias de aspecto aleatorio sobre la excesiva precisión de las morenas. 

Conscientes de la presencia del objetivo o tomados por sorpresa, todos estos rostros, de un modo u otro, dan la impresión de estar en otra parte, como si su fuego mental estuviese empañado. Cierto, dentro de un momento se verán enérgicos, vigilantes, indolentes, lascivos, presa de los dolores del parto o empeñados en huir con un amigo, dispuestos a hacer sufrir cruelmente u obligadas a sufrir por la infidelidad de un vate; en resumen: más definidas. Pero durante el segundo de apertura del diafragma muestran -si el fotógrafo ha estado afortunado- su yo provisional, indefinido, un yo que, como un poema incompleto, carece aún del próximo verso o, muy a menudo, incluso de tema. Semejan a los poemas también porque nunca están acabadas: están simplemente en suspenso, abandonadas. 

En una palabra: son esbozos. 

Es la mutabilidad, por otra parte, lo que anima a un rostro a los ojos de un poeta, lo que induce a Petrarca a parangonar la brevedad de la vida a un parpadeo o lo que reverbera casi palpablemente en los famosos versos de Yeats: «Cuántos nunca amaron en ti tus momentos de serena gracia/y amaron con amor falso veraz tu belleza,/pero sólo uno amó en ti el alma peregrina,/y amó también las penas de tu rostro mudable». Esta cuarteta tiene en verdad el sonido de un momento de ignición: una forma de vida se reconoce en otra, la vibración de las cuerdas de las cuerdas vocales del poeta en el semblante mortal de la amada, una incertidumbre en otra incertidumbre. Este encuentro puede ser una anticipación segura de problemas, pero también de lirismo, siendo el lirismo hijo de la duda. 

No hay nada que se reconozca a sí misma tan pronto como la incertidumbre, ya que las certidumbres aturden y endurecen los óvalos. Para una voz vibrante todo lo que es indefinido y vacilante es un eco, que a veces es promocionado al grado de alter ego o, mejor, como quiere el género, de «altra» ego. 

Una unión carnal puede abrir delante de sí abismos solipsistas, pero, en tanto que profundos, un poeta nunca canjea la voz por el eco de la voz, lo que es interior por lo que es exterior. La premisa esencial del amor es la autonomía de su objeto (mejor si éste está al alcance de la mano). 

Lo mismo vale para un eco que define él alcance de nuestra voz. Los personajes incluidos en estos retratos -mujeres, pero también hombres- no podían ser musas, aunque sólo fuera porque estaban al alcancé de sus vates, cuyas voz, por otro lado, a juzgar por su fuerza, venía muchas veces de otra habitación. 

No eran musas porque eran mortales y podían ser fotografiadas. Más o menos eran (o terminaron siendo) mujeres de otro, actrices o bailarinas,, maestras de escuela, bibliotecarias, mujeres de mundo, secretarias, herederas, divorciadas, enfermeras y todo eso: tenían un puesto en la sociedad y según ella podían ser definidas, mientras que la connotación principal de la musa es su indefinición. Y luego eran neuróticas, serenas, simples, desarregladas, puritanas, religiosas, cínicas, descuidadas, casi nunca sofisticadas, poco más que analfabetas. A alguna se le daba una higa la poesía y estaban dispuestas a arrojarese en los brazos de un granuja cualquiera antes que en los de un ardiente admirador. 

Además, vivían en países distintos, hablaban lenguas distintas y no sabían nada una de otra. En resumen, no hay nada que las una, salvo la circunstancia de que en cierto momento han dicho la palabra o compuesto el gesto que ha hecho estallar y ha puesto en movimiento el genio de la lengua y el genio ha empezado a girar, dejándose dentro, en el papel, «las mejores palabras en el mejor orden posible». Por decirlo de otro modo, no eran musas porque hicieron hablar a la musa. Miradlas pues en cuanto tales, como involuntarias e insapientes emisarias del Arte enviadas al mundo para estimular a los más insapientes adeptos al arte: ellas los pusieron en acción, ellas hicieron que la pena se introdujese en el cálamo. Este modo de ver las cosas no es más mecánico que el que atribuye el nacimiento de un poema al desordenado apetito sexual de su autor. 

El hecho de que a veces se necesitan más de dos personas para hacer nacer un poema es quizás simplemente una prueba de de que el arte no es necesariamente un tango; y de que en un poeta el deseo de amar, y con mayor razón el deseo de decir «tú», puede manifestarse en presencia o en ausencia de una atracción particular cualquiera.

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