No sabemos consumir

No sé si ustedes, pero a mí, cada vez que penetro en una de esas grandes superficies invadidas de libros, me dan ganas de salir corriendo. Es la misma sensación que me atrapa en un hipermercado, razón por la cual prefiero comprar en la tienda de la esquina, que muchos años dure. 

Me rodean tantas cubiertas de colores, tantos lomos de nombres ignorados, tantas llamadas de atención que termino -en realidad, empiezo- por no distinguir nada, una apabullante desazón me paraliza y lo que de verdad me apetece es robar (no lo hago porque he perdido práctica desde que inventaron la banda magnética). 

La conclusión sociológica sería que no sé consumir, que no sé comprar porque no sé elegir, y que no sé elegir porque no me informo. Y el caso es que he puesto empeño en estar al día, seguía las reseñas de periódicos y revistas, miraba la publicidad, veía los programas de televisión dedicados al asunto y escuchaba los informes de cultura por la radio. Pero me agobiaba, no conseguía aclararme, unas veces loores, otras veces palos, el caso es que no me enteraba de qué iba el libro y si tenía algo que ver conmigo. 

Será defecto mío, pero también se debe a la premura con que se hace todo, a la dominación de lo efímero, a ese auténtico mal que se llama velocidad y que nos enreda para llegar más rápido a ninguna parte. Los escritores escriben deprisa, los editores publican que se matan, los vendedores no cesan de sustituir la mercancía, el espacio de mi casa es limitado, igual que mi tiempo y mi bolsillo. Así que un día decidí que tampoco en la lectura iba a seguir la moda, señora muerte. Desde entonces siempre tengo cerca -o cuanto menos sé que debo tenerlo- el libro adecuado. 

Porque los libros tienen cada uno su talante y no vale cualquiera, el estado del ánimo y las inquietudes dictan su presencia: los hay, pocos, que durante largo tiempo lo son de cabecera y han de permanecer muy próximos porque su ausencia inquieta y abre un vacío que no llena ningún otro libro, como ocurre con algunas personas amadas. Otros son el entretenimiento de unas horas y podrían esfumarse sin que nos resintiéramos, muchos los leemos una sola vez pero quedan en la memoria como indestructibles hitos. Pero de los libros quizá lo más interesante es su capacidad para conducir a otros libros, tejiendo así un trayecto desconocido e inagotable. Eso es lo que consigue un crítico afanoso, alguien que disfruta con la escritura ajena porque encierra modos y rasgos claves de nuestro comportamiento, alguien a quien la curiosidad lleva tan lejos como para ejecutar el proyecto de su propia escritura y trasladamos destellos de consuelo, verdad o belleza. 

Es un sistema infalible para rastrear autores y libros. Lo único malo es que no está homologado y la cosa se pone feísima si el libro que se busca ha cumplido más de diez años. No hay otro remedio entonces que emprender una laboriosa tarea de investigación entre amigos, puestos raros y librerías de viejo, sin desfallecer y sabiendo que probablemente sólo el azar nos ofrecerá el hallazgo. Me pasma que entre los cuarenta mil títulos lanzados cada año, casi nunca ese libro deseado se encuentre.

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