El chulito del uniforme blanco
Desde la cama donde Rufino (convaleciente de su caída en la residencia de ancianos) sigue la dramática retransmisión del descalabro rayista, la vida despliega su frenético contraste. Es primavera, aunque se ha levantado otoñal la mañana. Hay fango en los zapatos de los espectadores del estadio y agonía en el aire -ladridos de humo- de Vallecas. A estas alturas del campeonato, ¿quién no zozobra por arriba o por abajo, por la Uefa o la promoción?.
Porque quien ya escapó a la dentellada del rival -ese impoluto once que en su rincón de gloria de la calle Concha Espina conmemora su liderazgo definitivo, que con su pan se lo coma, sanguijuela del triste. Que desde la cama de Rufino lo mismo que desde la mañana de Vallecas, donde un equipo trata de hundir al otro ante la mirada implacable de un juez catalán insultado hasta la ronquera metafísica por la víctima de sus decisiones, no se huele a habano (esa perfumada vitola que en la doradita tarde del Bernabéu exhala el socio madridista contento de pagarse satisfacciones deportivas). Aquí, en el asilo oloroso a berza, o en la grada vallecana, donde se palpa la decadencia sin sabor a magdalena literaria, unos espectadores huidos de algún capricho de Goya gritan espumeantes de resentido amor propio:
«A segunda, a segunda», a once súbditos de una institución balompédica que no hizo otra cosa en la división de oro que sufrir asaltos de «incontrolados» en los cajones donde guardaba las nóminas. Cuando, de existir justicia en el planeta, o al menos la trapacería de los despachos, alguien hubiera debido procurar que el Rayo no cayera en la Segunda. Y no para que Madrid mantuviese tres equipos en la División grande; y no por simpatía de clase al Rayito (que algún sociata de la generación del 68 debiera atreverse a experimentar ese sentimiento por el prurito de solidaridad que dice le enlaza con don Pablo Iglesias), sino por razón maquiavélica: para que con la bajada del Rayo a Segunda no desaparezca de Primera el único equipo obrero.
Y si no tienes proletas ante los que presumir de ilustre, ¿para qué ganar copas, chulito del uniforme blanco? Sor Desi ha cambiado el dial de la radio de Rufino para que éste no sufra el viacrucis de su Rayo y ha querido Dios que otra emisora difunda en ese momento la limpia prestancia del pasodoble «Pepita Creus» que el maestro Moisés Davia, con su mano izquierda diseñadora del garbo, hacía interpretar a la Sinfónica madrileña en el templete del Retiro. Y a sus notas propagadas cuando este Rayo definitivamente se encabrona de barro hasta las cejas, con una expulsión, y un gol encajado en el último minuto; justo a la hora en que el sol salva de impurezas el cielo para que el Merenguísimo celebre, sin insidiosos nubarrones, su matemático pentacampeonato, pienso que si el torero superviviente suele brindar al compañero transportado a la enfermería de la plaza la muerte del toro que le hirió, igualmente el triunfador de Concha Espina debiera hacer llegar su adhesión hasta la cama de Rufino en esta tarde agridulce de júbilo y pesares en que el mundo es más que nunca una merienda de negros.
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