Mis vacaciones en Angola

Seis meses después de finalizar una de las guerras más largas y sangrantes de la historia reciente y con unas elecciones a ocho meses vista en un horizonte poco claro, nadie puede asegurar, sin riesgo de equivocarse, que Angola pueda mantener la estabilidad necesaria para permitir la rehabilitación de un país que fue devastado por la contienda civil y la corrupción del sistema marxista-leninista ante la indiferencia de la comunidad internacional. Los soldados del Ejército angoleño ya no controlan cada esquina de Luanda, una ciudad que resultaría entrañable si no estuviera sumida en la miseria. Los angoleños pasean por las calles con esa mezcla de tranquilidad e indiferencia que sólo pueden exhibir aquellos que tienen al paro como mejor amigo.


Las iglesias han vuelto a abrirse y quienes acuden a ellas lo hacen vestidos muy de domingo provinciano. Cuentan, incluso, que las pasadas navidades se decoraron algunos árboles como expresión del unánime deseo de paz que se respira en el país. Las playas, durante años convertidas en puestos militares, son frecuentadas por gente ansiosa de diversión. Felipe González, Claudio Aranzadi, Rosa Conde, Chencho Arias y el resto de la delegación española que visita estos días el país africano, regresarán a España con una visión incompleta de la realidad. El agua escasea, y en los hoteles avisan de los cortes de suministro que se van a efectuar para permitir un aprovechamiento adecuado de ella. Un análisis detenido del horario demuestra que son más los días y las horas de ausencia de agua que los momentos en que uno va a poder disfrutar de ella. Y ¡ay! de quien no la haga hervir antes de beberla. Eso sí. 

Durante los tres días que la delegación española va a estar en Luanda, los hoteles en que nos alojamos los periodistas y los empresarios españoles no se verán afectados por los cortes. También los del fluido eléctrico, que aquí son endémicos. Si uno es precavido y desea comprar agua mineral portuguesa o francesa, en previsión de ulteriores males intestinales, tiene que trasladarse a un mercadillo situado en las afueras de Luanda. Entre chabolas y callejuelas de tierra, infinitos y destartalados tenderetes ofrecen pescado rodeado de moscas, pasta de dientes, pilas, desodorantes, pan de molde portugués, latas de conserva y otros productos. del mundo occidental, casi todos convenientemente caducados.

En Luanda no hay taxis ni autobuses. Consumir un refresco (cerveza o Coca-Cola) cuesta 5.000 kwanzas, 650 pesetas al cambio negro. Un botellín de un cuarto de agua sin gas no baja de las cuatrocientas. Una hamburguesa de carne (uno prefiere no preguntar qué animal fue sacrificado para preparar el manjar) sube a 1.500 pesetas. Luanda recoge a la quinta parte de la población total de Angola (dos millones de personas viven aquí). En Luanda, de cada cinco niños que nacen, uno muere antes de celebrar su quinto cumpleaños. Los servicios médicos son, quizá, los peores de Africa. Los angoleños cuentan con una dificultad añadida. Naciones Unidas padece innumerables problemas para poner en funcionamiento sus programas de emergencia, porque muchas personas han sido desplazadas de sus lugares de residencia a causa de la guerra civil que sacudió a todo el país. Además, los campos siguen plagados de minas. Según contaba Peter Hawthorne, del Time, en Cuito, provincia de Cuanavale, donde se desarrolló en 1988 la batalla más importante de la guerra, todavía hoy permanecen enterradas cerca de medio millón de minas. Todos los partidos han iniciado ya su campaña para afrontar las elecciones de septiembre. Pero, como ocurre siempre en este tipo de situaciones, la elaboración del censo electoral se convierte en el principal caballo de batalla de los contendientes. 

El gubernamental MPLA y Unita, la mayor fuerza de oposición, se presentan como los grandes contendientes de las primeras elecciones libres y pluripartidistas de este país africano. Ambas formaciones, sin embargo, despiertan recelos en la población. Del MPLA de José Eduardo Dos Santos desconfían los angoleños porque durante quince años ejercieron el poder absoluto absolutamente. Del otro lado, Unita representa para muchos el regreso a una disciplina de otro signo, y su líder, Jonás Savimbi, no abandona su estilo autocrático.

Privado del apoyo del bloque de países de un Este desaparecido y de la propia Cuba (Fidel bastante tiene con lo suyo), el Gobierno de José Eduardo Dos Santos tiene mucho que perder en este proceso de transición a la democracia. Por eso necesita el apoyo de Felipe González más que los angoleños el agua. Quizás también por eso, porque no le ha gustado el apoyo que Felipe González ha mostrado hacia el Gobierno del MPLA, Jonás Savimbi ha dado plantón a nuestro presidente. Para Savimbi resultaba más útil políticamente entrevistarse con el presidente sudafricano Frederick De Klerk. Es de ahí, y del dinero procedente de la venta de marfil, ébano y diamantes de donde Savimbi piensa sacar el dinero para combatir, esta vez en las urnas. La duda es si sabrá obtener en la contienda electoral lo que se le escapó con las armas. 

La transición española no sirve como ejemplo a los angoleños, por más que Dos Santos haya tratado de convencer a Felipe González de lo contrario. La selva de siglas angoleñas nada tiene que ver con la ensalada que degustamos en la España del 77; el presidente angoleño no es Adolfo Suárez y Jonás Savimbi no tiene parecido alguno (físico ni ideológico) con Felipe González, por más que, en los últimos años, nuestro presidente haya cambiado la pana cañí por la seda italiana. Va a ser difícil la reconstrucción de la unidad de este pueblo. Parece misión imposible reaproximar dos mundos tan disociados como son una sociedad civil escéptica y una clase dirigente marcada por la contienda. Bajo unas aguas aparentemente tranquilas arde el peligroso fuego de la necesidad. La paz necesaria para emprender un proceso hacia la democracia es tan frágil como Ios niños que pueblan de día las calles de Luanda a la caza y captura de una kwanza que llevarse a la mano.

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